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Nuestra Consigna...

11 de noviembre de 2007, 10k Nike Montevideo, 10:30 am exactamente, cuando se hizo la cuenta regresiva y se llegó al 0, en ese preciso instante comenzó nuestra historia, la historia de dos hermanos, compañeros y amigos, y porque no de dos deportistas, por llamarlos de alguna forma, que durante lo que dura la competencia, sea pesada, difíci de llevar, calurosa, aunque a veces parezca imposible, sienten la libertad y el gozo en lo que hacen y no hay mejor recompensa para sus corazones que el cruzar la meta sintiendo que aunque hayan demorado una hora y su puesto sea el 2436, ellos, mejor dicho nosotros sentimos que le ganamos al mundo y aunque estemos exaustos, agotados, casi desintegrados físicamente, lo primero que preguntamos es: ¿Cuándo es la próxima?

Las Orugas es un sentimiento que no puedo parar!!!
Vivilo con nosotros!!!

Crónicas Imperdibles - By Marciano Durán

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ESOS LOCOS QUE CORREN


Vos lograste la meta tan ansiada. La que muchos perseguimos inutilmente durante años: transformarte en EL escritor de los corredores del mundo, sin importar su cultura de origen. Yo te miro como uno te los tantos alquimistas medieavales miraría a un colega si se enterara que efectivamente, encontró la piedra filosofal, el secreto de la eterna juventud.
Los locos que corren es el poema perfecto. Así, como la tormenta perfecta ocurre una vez cada miles de años, lo mismo pasa con los poemas. Tienen que alinearse tantos astros, que dificilmente se repita. Bernardo Frau.



ESOS LOCOS QUE CORREN

Yo los conozco.

Los he visto muchas veces.

Son raros.

Algunos salen temprano a la mañana y se empeñan en ganarle al sol.

Otros se insolan al mediodía, se cansan a la tarde o intentan que no los atropelle un camión por la noche.

Están locos.

En verano corren, trotan, transpiran, se deshidratan y finalmente se cansan… sólo para disfrutar del descanso.

En invierno se tapan, se abrigan, se quejan, se enfrían, se resfrían y dejan que la lluvia les moje la cara.

Yo los he visto.

Pasan rápido por la rambla, despacio entre los árboles, serpentean caminos de tierra, trepan cuestas empedradas, trotan en la banquina de una carretera perdida, esquivan olas en la playa, cruzan puentes de madera, pisan hojas secas, suben cerros, saltan charcos, atraviesan parques, se molestan con los autos que no frenan, disparan de un perro y corren, corren y corren.

Escuchan música que acompaña el ritmo de sus piernas, escuchan a los horneros y a las gaviotas, escuchan sus latidos y su propia respiración, miran hacia delante, miran sus pies, huelen el viento que pasó por los eucaliptos, la brisa que salió de los naranjos, respiran el aire que llega de los pinos y entreparan cuando pasan frente a los jazmines.

Yo los he visto.

No están bien de la cabeza.

Usan championes con aire y zapatillas de marca, corren descalzos o gastan calzados. Traspiran camisetas, calzan gorras y miden una y otra vez su propio tiempo.

Están tratando de ganarle a alguien.

Trotan con el cuerpo flojo, pasan a la del perro blanco, pican después de la columna, buscan una canilla para refrescarse… y siguen.

Se inscriben en todas las carreras… pero no ganan ninguna.

Empiezan a correrla en la noche anterior, sueñan que trotan y a la mañana se levantan como niños en Día de Reyes.

Han preparado la ropa que descansa sobre una silla, como lo hacían en su infancia en víspera de vacaciones.

El día antes de la carrera comen pastas y no toman alcohol, pero se premian con descaro y con asado apenas termina la competencia.

Nunca pude calcularles la edad pero seguramente tienen entre 15 y 85 años.

Son hombres y mujeres.

No están bien.

Se anotan en carreras de ocho o diez kilómetros y antes de empezar saben que no podrán ganar aunque falten todos los demás.

Estrenan ansiedad en cada salida y unos minutos antes de la largada necesitan ir al baño.

Ajustan su cronómetro y tratan de ubicar a los cuatro o cinco a los que hay que ganarles.

Son sus referencias de carrera: “Cinco que corren parecido a mí”.

Ganarle a uno solo de ellos será suficiente para dormir a la noche con una sonrisa.

Disfrutan cuando pasan a otro corredor… pero lo alientan, le dicen que falta poco y le piden que no afloje.

Preguntan por el puesto de hidratación y se enojan porque no aparece.

Están locos, ellos saben que en sus casas tienen el agua que quieran, sin esperar que se la entregue un niño que levanta un vaso cuando pasan.

Se quejan del sol que los mata o de la lluvia que no los deja ver.

Están mal, ellos saben que allí cerca está la sombra de un sauce o el resguardo de un alero.

No las preparan… pero tienen todas las excusas para el momento en que llegan a la meta.

No las preparan…son parte de ellos.

El viento en contra, no corría una gota de aire, el calzado nuevo, el circuito mal medido, los que largan caminando adelante y no te dejan pasar, el cumpleaños que fuimos anoche, la llaga en el pie derecho de la costura de la media nueva, la rodilla que me volvió a traicionar, arranqué demasiado rápido, no dieron agua, al llegar iba a picar pero no quise.

Disfrutan al largar, disfrutan al correr y cuando llegan disfrutan de levantar los brazos porque dicen que lo han conseguido.

¡Qué ganaron una vez más!

No se dieron cuenta de que apenas si perdieron con un centenar o un millar de personas… pero insisten con que volvieron a ganar.

Son raros.

Se inventan una meta en cada carrera.

Se ganan a sí mismos, a los que insisten en mirarlos desde la vereda, a los que los miran por televisión y a los que ni siquiera saben que hay locos que corren.

Les tiemblan las manos cuando se pinchan la ropa al colocarse el número, simplemente por que no están bien.

Los he visto pasar.

Les duelen las piernas, se acalambran, les cuesta respirar, tienen puntadas en el costado… pero siguen.

A medida que avanzan en la carrera los músculos sufren más y más, la cara se les desfigura, la transpiración corre por sus caras, las puntadas empiezan a repetirse y dos kilómetros antes de la llegada comienzan a preguntarse que están haciendo allí.

¿Por qué no ser uno de los cuerdos que aplauden desde la vereda?

Están locos.

Yo los conozco bien.

Cuando llegan se abrazan de su mujer o de su esposo que disimulan a puro amor la transpiración en su cara y en su cuerpo.

Los esperan sus hijos y hasta algún nieto o algún abuelo les pega un grito solidario cuando atraviesan la meta.

Llevan un cartel en la frente que apaga y prende que dice “Llegué -Tarea Cumplida”.

Apenas llegan toman agua y se mojan la cabeza, se tiran en el pasto a reponerse pero se paran enseguida porque lo saludan los que llegaron antes.

Se vuelven a tirar y otra vez se paran porque van a saludar a los que llegan después que ellos.

Intentan tirar una pared con las dos manos, suben su pierna desde el tobillo, abrazan a otro loco que llega más transpirado que ellos.

Los he visto muchas veces.

Están mal de la cabeza.

Miran con cariño y sin lástima al que llega diez minutos después, respetan al último y al penúltimo porque dicen que son respetados por el primero y por el segundo.

Disfrutan de los aplausos aunque vengan cerrando la marcha ganándole solamente a la ambulancia o al tipo de la moto.

Se agrupan por equipos y viajan 200 kilómetros para correr 10.

Compran todas las fotos que les sacan y no advierten que son iguales a las de la carrera anterior.

Cuelgan sus medallas en lugares de la casa en que la visita pueda verlas y tengan que preguntar.

Están mal.

-Esta es del mes pasado- dicen tratando de usar su tono más humilde.

-Esta es la primera que gané- dicen omitiendo informar que esa se la entregaban a todos, incluyendo al que llegaba último y al inspector de tránsito.

Dos días después de la carrera ya están tempranito saltando charcos, subiendo cordones, braceando rítmicamente, saludando ciclistas, golpeando las palmas de las manos de los colegas que se cruzan.

Dicen que pocas personas por estos tiempos son capaces de estar solos -consigo mismo- una hora por día.

Dicen que los pescadores, los nadadores y algunos más.

Dicen que la gente no se banca tanto silencio.

Dicen que ellos lo disfrutan.

Dicen que proyectan y hacen balances, que se arrepienten y se congratulan, se cuestionan, preparan sus días mientras corren y conversan sin miedos con ellos mismos.

Dicen que el resto busca excusas para estar siempre acompañado.

Están mal de la cabeza.

Yo los he visto.

Algunos solo caminan… pero un día… cuando nadie los mira, se animan y trotan un poquito.

En unos meses empezarán a transformarse y quedarán tan locos como ellos.

Estiran, se miran, giran, respiran, suspiran y se tiran.

Pican, frenan y vuelven a picar.

Me parece que quieren ganarle a la muerte.

Ellos dicen que quieren ganarle a la vida.

Están completamente locos.

Marciano Durán
Marzo 2008


Yo corrí la San Fernando

Tempranito nomás me preparé la ropa.
Championes con aire -de esos que te hacen rebotar- shortcito con tajo al costado, musculosa de marca y el número puesto con nodrizas en el pecho: 1717.
Vincha finita, muñequera verde limón, reloj con cronómetro y lentes de sol aerodinámicos atados con cadenita.
Me fui hasta el espejo más grande de casa.
Casi no me conocí, porque llegué caminando ya vestido.
A veces me visto de a poco, parado frente al espejo; pero esta vez aparecí de golpe y me impresioné. Pensé que era otra persona. Así...tan deportivo.
A los saltitos llegué hasta la plaza de Punta del Este. Sentí que miles de ojos me seguían desde las veredas, desde los balcones y desde las vidrieras.
Como no tenía mucha experiencia en esto de correr, decidí hacer lo mismo que hacían los demás. “Vamos a calentar” le dijo un chico a su chica y yo los seguí, bastante los seguí, dos cuadras los seguí, a las dos cuadras sentí que me empezaba a faltar el aire y me dolía el costado, acá, como una puntada a esta altura.
Una musculosa (una mujer musculosa) agarrada de una columna levantaba su pierna derecha hacia atrás y desde el tobillo hacía fuerza para arriba. Yo hice lo mismo y la musculosa (la mujer musculosa) me indicó que lo hacía bastante bien, pero que tenía que usar mi propia pierna. Me saqué la musculosa del pantalón (la camiseta musculosa) y me fui.
Al girar la cabeza alcancé a ver a un tipo que trataba de voltear una pared con sus dos brazos, le pregunté si precisaba ayuda... se rió y no me contestó.
Esto está lleno de locos.
Me fui acercando a la largada.
Me miré en una vidriera de reojo y realmente me estremecí. Poco músculo y mucha panza , pero… una pinta de corredor que ni te cuento. Por mirarme en el vidrio me comí una columna pero disimulé haciendo como que estiraba.
Algunos no se dieron cuenta.
Se me hinchó la frente enseguida.
Me puse adelante de todos, con los negros. En 10 segundos entre tres grandotes me sacaron y me dejaron justo frente a un mostrador donde daban agua. Mi tío -que una vez corrió la San Fernando- me había dicho que lo más importante es la hidratación, “¿la qué?” -le pregunté- “la hidratación” -me contestó- “tenés que tomar bastante agua”. Yo me llevé un bolso tipo chismosa de mi madre y lo llené con botellitas y vasos que me dieron en el mostrador.
El bolso pesaba y noté que empezaban a mirarme como con envidia. En realidad lo que más me pesaba era una caramañola de tres litros que me dio mi tío. Tenía jugo de ciruelas hervidas, con guaco, cedrón y una cucharada de sal. “Es como el Gatorade pero casero” -me dijo el tío- “vas a ver como corrés”
Cuando avisaron que largaban traté de correr pero apenas si me podía mover. Caminé casi tres cuadras y los championes enseguidita nomás me empezaron a fayutear, sentí que uno de ellos se comía una media. Cuando giré por la calle 20 la emoción me hizo lagrimear... la emoción y el champión que terminó de chuparse la media y ahora me llagaba el pié.
El bolso estaba pesado, pero por lo menos me aseguraba agua para los últimos kilómetros, cuando los demás se murieran de sed.
Oí que me saludaban desde las veredas, pero en el Lido ya no podía ver a más de dos metros de mis ojos.
En la Parada Uno llevaba 27 minutos de carrera y escuché que los keniatas ya habían llegado. ¡Qué lástima! Yo me tenía fe. Quién sabe cómo habrán hecho con el agua. Ahí fue que me gritaron algo del bolso, así que decidí empezar a tomar un poco para bajar el peso. Una gorda... pero gorda-gorda que no despegaba casi los pies del suelo, aprovechó para pasarme. Me pidió agua. Le dije que me quedaba poca.
Frente al Conrad paré porque estaban casi todos los semáforos en rojo.
La media del pie izquierdo también desapareció de mi tobillo y el calzoncillo me paspaba sin pausa y sin prisa la entrepierna.
Necesitaba orinar. El dolor del costado y la hinchazón de vejiga hicieron causa común.
Paré en la farmacia de la Parada 10 a comprar alguna crema para la paspadura pero saqué el número 9 e iban en el 3. Como no tenía tiempo para esperar a que encontraran lo que pedí, me puse un Siempre-Libre con anti-inflamatorio en el golpe de la frente y en la entrepierna me pusieron unos algodones pegados con cinta adhesiva.
Por suerte me quedaban más de ocho litros de agua y la caramañola del tío.
¡Bah! “Por suerte” es un decir. En la parada 12 había otro puesto de hidratación, y me sobró toda el agua que llevaba en el bolso. La tiré y repuse con agua nueva.
Las piernas me respondían... a veces. Las rodillas se me aflojaban cada media cuadra y me seguía doliendo el costado...solo cuando corría.
Paré en los semáforos de la Parada 16 y alcancé a ver a mi tío que me decía algo de la caramañola. La pomada en la entrepierna no daba resultado, sentía un calor rojizo que llegaba desde allí. Tenía que encontrar un lugar donde orinar pero estaba lleno de gente que me saludaba. Algo me gritaban desde el cantero del medio, pero no sé que me decían: un callo en el dedo gordo de mi pie derecho no me dejaba escuchar . En la Parada 24 no aguanté más y resolví evacuar parte del agua que había consumido. Me apoyé como disimulando contra un murito y entre los algodones y el costadito del short deportivo me las ingenié para descargar... con tanta mala suerte que lo hice sobre el zapato derecho del oficial de guardia de la seccional de Las Delicias.
Una señora y sus hijitos le pidieron al policía que me dejara seguir.
¡Para que diablos se habrán metido! Por culpa de ellos tuve que subir el repecho de la Parada 24 y las medias ahora se amontonaban en las puntas de los pies , lo que me obligaba a correr con los dedos arrollados. Me pregunté una vez más para qué me había cargado otra vez con agua en el bolso, si ahí nomás, frente a lo Tejera había otro puesto de agua.
Me dí cuenta de que no iba primero porque algunos ya estaban volviendo para sus casas.
Me le prendí a la caramañola del tío para agarrar fuerza en el repecho de Roosevelt. Recordé sus palabras: “Vas a ver como corrés”
Los retorcijones se escucharon desde el Campus.
El baño del Mautone estaba limpito.
Estaba.
Al pasar frente a la comisaría tuve que empezar a correr con las piernas abiertas porque casi me salía humo de la entrepierna, al doblar por Rincón agarré el bolso con las dos manos y lo empecé a llevar como quien lleva un bebé. Por la calle Florida los championes me los tuve que poner como chancletas lo que me obligaba a correr con las piernas abiertas y arrastrando los pies. Frente a la plaza (justo donde había más gente) el Siempre-Libre de la frente se me empezó a desarmar, el algodón con su pomada marrón colgaba desde mis zonas íntimas, los lentes se me atravesaron en la cara y no tenía manos para arreglarlos. Se ve que andaba algún payaso o algo así porque escuchaba risas pero no podía ver nada.
Pensé que podía ser el primer uruguayo o el primer blanco en llegar, pero claro yo muy blanco que se diga no soy.
Doblé en Antel y comencé a escuchar los aplausos de la gente.
No gané...es cierto, pero aprendí muchas cosas para la próxima.
Apenas me den el alta empiezo a entrenar como la gente....y que se cuiden los keniatas, los Zamora , los Fernández y Carlitos Etcheverry.
Aunque me parece que estas carreras están arregladas, si no... me tendría que haber ido mejor.

Marciano Durán

http://marcianoduran.com.uy


No aprendo más… volví a correr la San Fernando

Debí haberme retirado de las maratones el año pasado cuando vi que la caramañola del tío me sirvió de poco.
Por lo visto el hombre es el único animal que tropieza dos veces con el mismo gatorade casero.
El 6 de enero a la mañana sonó el teléfono en casa y era justamente él: mi Tío Chito.
--Esta vez sí. No podés fallar ¡¡La van correr al revés!! ¡¡Yo hace muchos años la corrí al revés, es facilísima!!—me dijo el tío
¿Cómo al revés? ¿Habrá que correr marcha atrás? ¿Cabeza abajo? ¿Con las manos?
El tío me explicó los secretos de la San Fernando mientras comíamos un asado que le trajeron los Reyes (El Pardo Reyes y el hermano que llegaron de Florida a correr)
Eran las cinco de la tarde y seguíamos picando unos choricitos, mollejas y bajando algunas cervezas.
--Bien --me dijo el tío-- va a ser muy fácil--¿Conocés a Laventure y a De Isequilla?
--Sí.
--Fueron de la Liga de Fomento a la Intendencia.
--Sí.
--Vos tenés que hacer al revés. Salís de la Intendencia y llegás a la Liga de Fomento, es facilísimo.
Calculé que terminaría como Rubí: de la Liga de Fomento a Cardiomovil.
--Agarrás por Román Guerra, es una calle muy rápida, vas a ver que cuando quieras acordar estarás llegando a Lavalleja, ahí doblás a la izquierda. Siempre doblás a la izquierda, este es uno de los cambios más importante de este gobierno, te van a hacer doblar a la izquierda todo el recorrido. Lavalleja es casi un jabón, ligerísima, cuando quieras acordar vas a llegar a la rotonda y otra vez a la izquierda por Joaquín de Viana. Y lo más importante… lo que era repecho ahora es bajada…es al revés ¿Entendés? Vas a tener un puesto de agua cerca de Las Delicias y en la 24 doblás otra vez… ¿a…?
--A la izquierda-- le dije atento.
--¡Bien! Enseguida viene la rambla con aire, fresquita, refrescante, con viento a la espalda que te va a llevar como con patines hasta la meta. ¡¡Es facilísimo!!
Con la cerveza y las mollejas camino al estómago y el estómago camino a la Intendencia comencé a sufrir los 40 grados de la tardecita.
Fui corriendo porque no llegaba.
Al llegar me atendió un servicio médico al lado del Campus.
Detectaron algo de sangre en el torrente alcohólico.
Me trepé por arriba de las barandas y me puse a calentar junto a los keniatas.
Me coloqué en posición de largada.
23 segundos después me mandaron a calentar con el grupo grande de corredores que estaban al otro lado de la baranda.
Ahí me di cuenta de que “al revés” quería decir “de Maldonado a Punta del Este”.
Al pasar la baranda quedé entre los primeros.
Me dijeron de todo y empezaron a empujarme de mala manera hacia atrás.
Quedaba siempre delante de alguno que me empujaba para atrás pisándome y golpeándome.
Así hasta 5.500.
En dos oportunidades me di cuenta que tenía los cordones desatados pero me pareció preferible arriesgar a pisármelos, caerme y fracturarme el fémur y la clavícula (que son partes del cuerpo socialmente rompibles)
Noté que cada vez estaba más cerca de Punta del Este, lo que me empezó a preocupar. Quedé en los semáforos de Roosevelt, cerca de Arcobaleno, casi más cerca de la llegada por atrás, que de la largada por adelante.
Yo había llevado un plastiducto que me dio el tío como parte del plan: debía pegarle a los negros apenas quedaran a mi alcance.
Cuando dieron la orden de partida, los keniatas picaron y dejaron una especie de estela azul atrás de ellos.
Fracasó la primera parte del plan.
Eché manos al Plan B (menos ambicioso): ganarle a Rogelio Fernández.
--Pasamos 3 de febrero-- me dijo un señor con camiseta de Peñarol.
--¿3 de Febrero?...casi un mes corriendo—dijo un nabo que todavía tenía aire como para decir estupideces.
A dos cuadras de la Intendencia me saludó el canario Ancheta desde el techo de la casa, pero yo aún no había conseguido sacarme el codo de la boca de la señora que largó penúltima, por lo que lo llamé por teléfono al otro día para devolverle el saludo.
En la Escuela Uno seguía caminando e intentaba picar... pero nada.
El grupo era muy compacto.
Mandé un mensaje de texto a mi hija que estaba en Joaquín de Viana y me dijo que Doña Tita, la vieja que atiende el puesto de revistas, me había sacado 12 cuadras.
Intenté picar pero apenas si lograba colocar un pie delante de otro.
Me pasé manteca por el cuerpo (otro de los trucos de mi tío) y conseguí avanzar bastante.
Doblé a la izquierda por Lavalleja y dejé atrás a unos cuantos.
En la rotonda se me complicó porque se me ocurrió respetar el “ceda el paso” y se me colaron algunos. Frente al Uru, Eduardo Pérez me saludó y yo pensé que aún tenía aire como para gritarle: “Gracias Eduardo Pérez, graaaacias por tu apoyooo y por el apoyo de todos los que salen al paso de esta estupenda maratóóón!!!!”
Intenté levantar un brazo para saludarlo.
No pude.
Abrí la boca para gritar “Gracias Eduardo…” y todo eso que se me había ocurrido.
Apenas si me salió un chiflido finito, como cuando cierran un bandoneón.
De pronto…
¡No podía creerlo!
La meta estaba ahí, delante de mis ojos y no estaba tan cansado.
Levanté los brazos, apuré el paso y grité con mis últimas fuerzas:
--¡¡Lleguéééééé!! ¡Lleguéééé y demoré menos que el año pasado!
Me extrañó que no hubiera tribunas, asientos, banderas, ni cartel de llegada.
Un policía me explicó amablemente que esa era la llegada hasta el año pasado, pero que ahora había que seguir hasta la península.
¿Hasta la península? Pero…están todos locos. ¡¡Yo me había preparado sicológicamente para llegar a Antel y dejar!!
Como Lombardo.
Frente a la Sede de Deportivo, cinco veteranos se tomaban hasta la fiebre.
Me coloqué estratégicamente atrás de una corredora que estaba bastante bien.
Significó un fuerte aliciente tenerla allí adelante algunas cuadras.
Entendí finalmente a Galeano y aquello del horizonte. Aquello de los dos pasos que das y los dos pasos que se te aleja. Y que la utopía sirve para caminar.
Mientras tuve la utopía de calza verde limón delante de mí, avancé con ganas hacia el horizonte.
Era una buena utopía: firme pero movediza, apretadita pero graciosa, serena pero paradita ¡Una utopía como para seguirla!
Se me fue y con ella se fue mi paso ligero.
¡Por fin entendí a Galeano!
Miré hacia delante y noté que era el último de los que corrían.
Miré para atrás y vi que era el primero de los que caminaban.
Decidí empezar a caminar.
¡Quedé primero de los que caminaban!
Así de fácil.
Cuando me cansaba de ser el mejor de los caminantes trotaba un poco y quedaba último de los que corrían.
Cuando la autoestima se me desinflaba empezaba a caminar y otra vez era el mejor de los que ya no podían correr.
De pronto agarré el repecho de la parada 24.
A pesar de lo que me había dicho el tío, sentí que lo de la 24 seguía siendo un repecho.
Justo allí estaban dando agua: ¡¡¡En botellones de 5 litrooooos!!!!
Como pude cargué con el botellón en los brazos por dos cuadras buscando un sacacorchos o alguien que me lo destapara.
Me acordé de las palabras del tío: “La rambla con aire, fresquita, refrescante, con viento a la espalda te va a llevar como con patines hasta la meta. ¡¡Es facilísimo!!”
En la parada 22 me ayudaron a abrir el bidón, coloqué la boca en el pico y con las dos manos intenté elevarlo para que el agua entrara por mi boca.
No pude.
Lo llevé en un carrito de supermercado hasta la parada 18. Paré la damajuana en el piso y me agaché a tomar, pero el pico era más grande que mi boca. Me tiré en el suelo y entre dos señoras me ayudaron haciendo palanca con un puntal y una tabla de una obra.
Sentí que me pisaban por lo menos 40 corredores, es decir alrededor de 50 championes y 30 zapatillas.
Más conflicto con el agua que los vascos.
Pasé al Plan C: ganarle a Alberto Silva (algo es algo)
Cuando me pasó el Hombre Araña me preocupé bastante, le tiré un alpargatazo pero no le emboqué. Cuando me pasó Piñón Fijo me di cuenta que algo estaba haciendo mal, pero lo jodido fue ver que me pasaba el Papa corriendo de sotana.
Escuché que había llegado la primera dama.
¡¡No puedo creeeeeeer!! ¡¡¿Hasta María Auxiliadora me ganó?!!
En la parada 18 me encontré con los keniatas que volvían caminando, vestidos, bañados, peinados, los habían premiado, habían terminado la conferencia de prensa, fueron hasta el hotel, cenaron , chatearon con sus familiares en Nairobi, escucharon por la tele un discurso de Fidel y por radio uno de Chávez.
Faltando siete kilómetros me encontré con un bombero con su manguera.
Quise quedarme a vivir con él.
Fue lo mejor de toda la carrera y de los últimos 12 años de mi vida.
Le ofrecí matrimonio, concubinato, unión libre e incluso intenté comprarle la manguera.
Bajé al Plan D: ganarle a Gorzy
En la Parada 8 alcancé a escuchar la voz de Magurno que le echaba la culpa de todo a De los Santos.
--¡Otra marcha más! No les alcanza con la de Fucvam y la de los policías que ahora también se vienen con la Marcha de los Atletas a Punta del Este.
En la Parada 5 llegó el momento que siempre llega en una carrera, el de preguntarse “¿Qué diablos estoy haciendo acá?”
Completamente destrozado, con un dolor distinto en cada parte del cuerpo, sediento, acalambrado, corriendo como un nabo en vez de estar aplaudiendo como cualquier imbécil de los que estaban en las veredas.
Me vino un ligero mareo.
Era lo único ligero que me podía venir.
Pasé al Plan E: ganarle al Colorado de Igual a Igual.
Cuando llegué no quedaban ni los perros.
Habían desarmado hasta las tribunas.
Recordé las palabras del tío: “de los uruguayos vas a ser uno de los que esté más cerca de los keniatas”
En el color.

Marciano Durán
2006 - Enero
http://www.marcianoduran.com.uy/


DESECHANDO LO DESECHABLE

 
Seguro que el destino se ha confabulado para complicarme la vida.
No consigo acomodar el cuerpo a los nuevos tiempos.
O por decirlo mejor: no consigo acomodar el cuerpo al “use y tire” ni al “compre y compre” ni al “desechable”.
Ya sé, tendría que ir a terapia o pedirle a algún siquiatra que me medicara.
Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco.
No hace tanto con mi mujer lavábamos los pañales de los gurises.
Los colgábamos en la cuerda junto a los chiripás; los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar.
Y ellos… nuestros nenes… apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda (incluyendo los pañales).
¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables!
Sí, ya sé… a nuestra generación siempre le costó tirar.
¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables!
Y así anduvimos por las calles uruguayas guardando los mocos en el bolsillo y las grasas en los repasadores. Y nuestras hermanas y novias se las arreglaban como podían con algodones para enfrentar mes a mes su fertilidad.
¡Nooo! Yo no digo que eso era mejor.
Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra.
Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto.
Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades.
¡Guardo los vasos desechables! ¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez! ¡Apilo como un viejo ridículo las bandejitas de espuma plast de los pollos! ¡Los cubiertos de plástico conviven con los de alpaca en el cajón de los cubiertos!
Es que vengo de un tiempo en que las cosas se compraban para toda la vida.
¡Es más! ¡Se compraban para la vida de los que venían después!
La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, fiambreras de tejido y hasta palanganas y escupideras de loza.
Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de heladera tres veces.
¡Nos están jodiendo!
¡¡Yo los descubrí… lo hacen adrede!!
Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo.
Nada se repara.
¿Dónde están los zapateros arreglando las medias suelas de las Nike?
¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando sommier casa por casa?
¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista?
¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros?
Todo se tira, todo se deshecha y mientras tanto producimos más y más basura.
El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad.
El que tenga menos de 40 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el basurero!!
¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de 50 años!
Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII)
No existía el plástico ni el nylon.
La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos en San Juan.
Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban.
De por ahí vengo yo.
Y no es que haya sido mejor.
Es que no es fácil para un pobre tipo al que educaron en el “guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo” pasarse al “compre y tire que ya se viene el modelo nuevo”.
Mi cabeza no resiste tanto.
Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que además cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real.
Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya sí era un nombre como para cambiarlo)
Me educaron para guardar todo.
¡Toooodo!
Lo que servía y lo que no.
Porque algún día las cosas podían volver a servir.
Le dábamos crédito a todo.
Sí… ya sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no.
Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas de jardinera… y no sé cómo no guardamos la primera caquita.
¡¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo?!
¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con que se consiguieron?
En casa teníamos un mueble con cuatro cajones.
El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto.
Y guardábamos.
¡¡Cómo guardábamos!!
¡¡Tooooodo lo guardábamos!!
¡Guardábamos las chapitas de los refrescos!
¡¿Cómo para qué?!
Hacíamos limpia calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los bares.
Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela.
¡Tooodo guardábamos!
Las cosas que usábamos: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y agujas de primus.
Y las cosas que nunca usaríamos.
Botones que perdían a sus camisas y carreteles que se quedaban sin hilo se iban amontonando en el tercer y en el cuarto cajón.
Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a precisar.
Cañitos de plástico sin la tinta, cañitos de tinta sin el plástico, capuchones sin la lapicera, lapiceras sin el capuchón.
Encendedores sin gas o encendedores que perdían el resorte. Resortes que perdían a su encendedor. Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraran al terminar su ciclo, los uruguayos inventábamos la recarga de los encendedores descartables.
Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de paté o del corned beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave.
¡Y las pilas!
Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa.
Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más.
No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín.
Las cosas no eran desechables… eran guardables.
¡¡Los diarios!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver. ¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al cuadril!
Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque del Banco de Seguros para hacer cuadros, y los cuentagotas de los remedios por si algún remedio no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos.
Y las cajas de cigarros Richmond se volvían cinturones y posamates, y los frasquitos de las inyecciones con tapitas de goma se amontonaban vaya a saber con qué intención, y los mazos de cartas se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía “éste es un 4 de bastos”.
Los cajones guardaban pedazos izquierdos de palillos de ropa y el ganchito de metal.
Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en un palillo.
Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos.
Así como hoy las nuevas generaciones deciden “matarlos” apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada… ni a Walt Disney.
Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron “Tómese el helado y después tire la copita”, nosotros dijimos que sí, pero… ¡minga que la íbamos a tirar! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas.
Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos.
Las primeras botellas de plástico -las de suero y las de Agua Jane- se transformaron en adornos de dudosa belleza.
 Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de bollones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella.
Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos.
No lo voy a hacer.
Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad es descartable.
Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas.
Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero.
No lo voy a hacer.
No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne.
No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo y glamour.
Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares.
De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la bruja como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva.
Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo que la bruja me gane de mano … y sea yo el entregado.
Y yo…no me entrego.

Marciano Durán
2006 Enero
http://www.marcianoduran.com.uy/